"Quisiera saber qué hacer con mi vida", murmuró Estela. Estaba sentada frente a su amiga Ana. Ellas se miraban sin verse. Tal vez porque los años de amistad habían terminado por darles una percepción especial, que les impedía ver los estragos que el tiempo había hecho sobre sus cuerpos.
Por otra parte, no necesitaban mirarse para saber lo que pensaba o sentía la otra. Eran más que hermanas. Se conocían desde la infancia. Habían compartido una mesita en primer grado, fueron juntas a toda la primaria y también a la secundaria. Luego se casaron, tuvieron hijos, compartieron nietos y sobrinos.
Y ahora estaban allí, sentadas ante la mesa de un café. Estela había descubierto que su marido, el hombre de toda su vida, la engañaba con una chica que ni siquiera tenía 30 años.
"No sé que voy a hacer", repitió. Y Ana sintió que se le partía el alma. Ella ya había sufrido esa pesadilla y había logrado rehacer su vida. Una sombra cruzó por el rostro arrugado de Estela.
"He pensado en matarlo", dijo, sin expresión alguna.
"¿Qué estás diciendo, mujer?", se alarmó Ana.
"No sólo me engañó a mí. Engañó a nuestros hijos, a nuestros nietos", afirmó.
"Si lo mataras, sería como un suicidio y también un gran dolor para toda tu familia", argumentó la amiga.
"Lo sé, y por eso no lo hice. Pero te juro que tuve el revólver en la mano...", confesó Estela, y tembló al recordar el roce del metal, el peso del arma. "El ni siquiera se dio cuenta, estaba de espaldas mientras yo le apuntaba".
Los ojos ni siquiera se le humedecieron. "Creo que igual ya está muerto..."
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