El agua estaba helada. Sintió como se le metía en las botas y le mojaba los pies. A medida que le empapaba las medias, parecía también meterse en su piel.
Estaba todo muy oscuro y sabía que caminar por el arroyo era peligroso, pero no veía nada, no divisaba la orilla y temía que el siguiente paso lo llevara hacia lo profundo. Sintió que las suelas de las botas se pegaban al fondo y que comenzaba a hundirse en el barro.
El agua le llegaba a las rodillas y cuando intentó moverse, perdió el equilibrio. Las botas parecían clavadas en el fondo y cayó hacia adelante. Sus manos también se hundieron en el barro y se dio cuenta de que no podría levantarse.
Intentó contener la respiración, pero el agua parecía afilada y se le hundía en la carne. Pronto el dolor fue insoportable y Nahuel Piedra, a pesar de que sólo tenía cinco años, comprendió que moriría.
Entonces dejó de luchar. Ya no sintió frío y la oscuridad le hizo perder la noción del tiempo.
Creyó que había muerto, pero el dolor en el pecho lo trajo de vuelta. No quería morir ahogado. Abrió los ojos y esperó ver a su tío, a su primo Rodo y al viejo Romero.
Pero lo único que vio fue el techo de chapas de la casilla y la luz que entraba por las rendijas de la puerta. Ya no era un niño, habían pasado más de cuarenta años de aquel episodio, pero no dejaba de soñar que se ahogaba en las aguas del Colonquelú.
Alguna vez había estado a punto de enloquecer con esas pesadillas, pero el hombre es un animal de costumbres y Nahuel había terminado por acostumbrarse a sus malos sueños.
También se acostumbró a que muchos lo llamaran “El muerto”. Eran sólo palabras.
Sin embargo sabía que tanto las pesadillas como aquel seudónimo escondían una gran verdad: una parte de él murió en el arroyo Colonquelú cuando era niño y no sabía muy bien si ese pedazo de su alma simplemente desapareció o si algo lo había reemplazado.
La muerte no le asustaba, pero sí soñar casi todas las noches que moría. En la adolescencia descubrió que la mejor manera de evitar las pesadillas era emborracharse y eso lo había llevado al alcoholismo.
Si aquella extraña experiencia en el arroyo Colonquelú hacía que todos los que lo conocían lo miraran con desconfianza, sus problemas con la bebida no hicieron más que empeorar la situación.
Nahuel Piedra no tardó en darse cuenta de que peor que lo llamaran “el muerto”, era que le dijeran “el borracho”.
No sólo su infancia fue traumática, también su adolescencia y se convirtió en un hombre agrio, que se enfurecía con facilidad y se emborrachaba aún más rápido. Era pendenciero y violento.
Sólo sus parientes le daban empleo y siempre lo mandaban a hacer aquellas tareas que nadie más realizaba.
Sus primos siempre creyeron que Nahuel, que también era aficionado a las armas, terminaría por matarse, nunca creyeron que viviría tanto. Pero entre borracheras, peleas y pesadillas, su miserable vida pasó rápido, como un mal trago y aquella mañana de abril de 1980 Nahuel cayó en cuenta de que pronto cumpliría 50 años.
Y también comprendió que todo había sido inútil. No tenía mujer, hijos, casa, un buen trabajo, ni dinero. Peor aún, estaba seguro de que todos los que lo conocían apreciaban más a sus perros que a él.
Sin embargo, no era un hombre que sintiera lástima por nadie, menos por sí mismo. Cuando despertaba, cada mañana, sentía una especie de satisfacción al comprobar que seguía vivo. Como un condenado a muerte, sólo esperaba poder llegar vivo a la noche.
Nunca había tenido ambiciones, siempre fue un sobreviviente y ya era demasiado tarde para cambiar.
Pero en aquella mañana de abril, Nahuel Piedra presintió que algo andaba mal.
Desde hacía unos meses vivía en el puesto más alejado del campo de su tío Pedro. En el lote que se encontraba junto al arroyo Colonquelú, muy cerca del puente donde ocurrió el accidente en el que murieron sus padres y donde él casi se ahogó cuando era un niño.
Desde el puesto, que no era más que una precaria habitación con paredes de mampostería y techo de chapa, se escuchaba el murmullo del agua del arroyo, pero sólo en los días de crecida. Sin embargo, aquella mañana el agua se escuchaba más cerca.
Nahuel dormía vestido, así que sólo tuvo que ponerse las botas al levantarse del catre y cuando abrió la puerta creyó estar dentro de una de sus pesadillas. El agua estaba a unos pocos metros del puesto. El arroyo parecía haber crecido hasta convertirse en un río enorme…
El agua había llegado durante la noche, mientras Nahuel dormía. Invadió la tierra lentamente, hasta cubrir gran parte del paisaje plano y agreste de la cuenca del Río Quequén, como siglos atrás, cuando aquello era un desierto.
Los hombres habían avanzado hasta allí en los últimos cien años con el arado y el ganado. También plantaron árboles y realizaron canalizaciones para poder irrigar la tierra en tiempos de sequía.
Todo aquello modificó el ciclo del agua. Hasta antes de la llegada de los primeros colonos, en la Pampa sólo se veían pajonales y algún ombú.
Los aborígenes, los primeros en deambular por aquellas tierras, nunca habían fijado residencia allí. Se movían con sus tolderías, no se quedaban quietos en la Pampa.
Ellos, que conocían la historia de esas tierras, le llamaban aquellos parajes Huecubú Mapú, que en su lengua significaba "El país del diablo". La extensión de aquel “país” era incierta. Algunos precisaban que aquella era la denominación de lo que hoy se conoce como Bahía Blanca, pero mapas del siglo XVIII muestran que se extendía hasta el Vulcán (hoy Balcarce) y Tandil.
Algunos aseguran que la denominación de “país del diablo” tenía que ver con el temor que los aborígenes le tenían a las ciénagas que circundaban a la primitiva ciudad de Bahía Blanca, pero la realidad es que, en lo que más tarde sería el territorio de la provincia de Buenos Aires, no se sabía en qué momento el agua podía llegar e inundar el campo y convertirlo en una ciénaga.
Los terratenientes que adquirieron aquellos campos a cambio de los servicios prestados en la guerra con el indio, poco sabían de los espíritus que habitaban el lugar.
No sabían que aquellas tierras se encontraban en uno de los lugares más estables del planeta, que las sierras que se veían a lo lejos se habían formado 2.500 millones de años antes y que los primeros hombres habían caminado por allí 10 siglos atrás.
Por ello es posible que los indios llamaran a aquellos parajes “El país del diablo”, porque estaban habitados por espíritus muy antiguos y tal vez malignos...
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