Imagen del río Quequén

Pedro Felder murió una mañana de 1947. Desde hacía tiempo sus hijos pensaban que había perdido la razón. A pesar de que sólo tenía 57 años al fallecer, parecía un anciano.

Su cabello se había encanecido prematuramente antes de cumplir los 40.

Cuando falleció su hermana Susana, en el año 36, Pedro se obsesionó con el cuidado de su sobrino Nahuel. Un año más tarde, cuando el pibe se perdió y lo encontraron a orilla del arroyo Colonquelú, Pedro entró en un estado de shock del cual no se recuperó jamás.

Había llegado a aquellos parajes allá por 1910 y consiguió trabajo como peón en un campo que era atravesado por el arroyo Colonquelú. Un día el dueño del campo decidió vender sus tierras y prácticamente las regaló a sus peones. Pedro no entendió entonces por qué aquel hombre estaba tan apurado por deshacerse de su campo. 

No le pareció extraño que con los escasos ahorros que tenía hubiera podido comprarse una buena fracción de aquellas tierras.  Pronto otros propietarios comenzaron también a vender sus campos. 

Pedro compró más lotes, también por unas sumas de dinero insignificantes. 

Solo años después comenzó a comprender la razón por la que nadie quería aquellos campos  junto al arroyo. 

A medida que su propiedad se agrandó, debió contratar peones, pero a pesar de que era muy buen patrón, ningún trabajador permanecía allí demasiado tiempo. Decían que por las noches escuchaban gritos y el galope de caballadas que nadie podía ver.

Poco después de la muerte de la esposa de Pedro, todo pareció comenzar a ir cada vez peor. Entonces recordó las palabras de un indio puelche que había conocido años antes. 

Fue cuando ocurrió el accidente en el que murieron su hermana Susana y su cuñado José. Y luego ocurrió lo de su sobrino Nahuel.

Pedro comenzó entonces con aquellas actitudes que llevaron a sus hijos a pensar que estaba loco: hablaba solo, se sobresaltaba por cualquier cosa y repetía que aquel lugar estaba maldito.

Cuando empezaba con aquellas historias del arroyo, la tierra, los indios y la maldición, lo dejaban solo. A pesar de ello, él seguía hablando durante largo rato, como si alguien pudiera escucharlo.

Tal vez nadie notó entonces que el tono de voz de Felder cambiaba al hablar de aquellas cosas. Que ya no parecía el hombre hosco que pasó toda su vida en el campo. Hasta desaparecía su acento campechano.

Quizás Nahuel Piedra fue el único en notar ese cambio y sintió miedo. Porque para él su tío Pedro era lo único que le quedaba. Tras la muerte de sus padres, nunca había encajado en la familia, por el único primo que sentía algo de aprecio era por el mayor: Rodo.

Era el único que después del incidente del arroyo siguió tratando a Nahuel como siempre. El resto de la familia comenzó a mirarlo con desconfianza e incluso con temor. Cuando no lo ignoraban, lo miraban como si fuera un zombie. 

En cada oportunidad que podían, se recordaban entre ellos que el pequeño Nahuel había estado casi una semana desaparecido y que cuando lo encontraron “estaba muerto”.

Si Pedro había enloquecido, como decían todos en la familia, Nahuel estaba solo. Porque esa “locura”, de la que hablaban, hacía que el tío lo mirara como todos los demás: con desconfianza, con miedo…

Nahuel escuchaba cuchichear a sus primos. Podía verlos de reojo, agazapados, hablándose al oído. No los escuchaba, pero sabía lo que decían: “Cuando lo encontraron estaba muerto”.

Unos días antes de morir, Pedro llamó a Nahuel y lo llevó a orillas del arroyo.

A medida que se acercaban al Colonquelú, Nahuel, que ya tenía 15 años, podía sentir la incomodidad de su tío.

La sola presencia de Nahuel parecía asustar a Pedro, pero al ver las aguas oscuras del río, el hombre comenzó a temblar...

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©  Juan José Flores, 2023. Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra 

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