Foto de una inundación en el río Quequén

A veces la muerte nos sorprende. Cuando Susana y José salieron aquella mañana de casa, luego de darle un beso a su hijo Nahuel, que aún dormía, no sabían que no volverían a verlo, que esa noche morirían.

Era la primera vez, desde el nacimiento del niño, que el matrimonio viajaba solo. Por eso decidieron salir temprano, mientras el pequeño dormía, porque si no, él no los dejaría ir, deberían llevarlo. 

Pedro, el hermano de Susana, insistió en que lo dejaran. Cuidar a su sobrino era lo mínimo que podía hacer por su hermana, ya que cuando Pedro quedó viudo, ella se había hecho cargo de sus hijos.

Susana Felder era una muchacha rubia y de ojos celestes muy claros. Si bien su rostro era muy bello,  era muy delgada, lo que hacía que la ropa siempre le quedara holgada.

A pesar de la dureza de su figura huesuda, Susana era una mujer extremadamente dulce, que iluminaba todo el entorno con su alegría y bondad.

A diferencia de su hermano Pedro, que había nacido en Alemania, Susana era argentina y siempre le molestó que le dijeran “la rusita” o “la gringa”.

Aunque en la casa paterna siempre se habló alemán y español y ella comprendía a la perfección la lengua sajona,  nunca utilizaba el idioma de sus padres porque le parecía una falta de respeto hablarlo delante de otras personas que no lo entendían.

Si bien creció en la ciudad, cuando su hermano Pedro quedó viudo, ella no dudó en trasladarse al campo para cuidar de sus sobrinos.

Fue tía y madre y descubrió que el campo era un lugar afín a su espíritu sereno e introvertido. 

Pasaron los años y parecía que Susana se quedaría soltera y que los hijos de su hermano colmaban sus instintos maternales, pero entonces conoció a José Piedra.

Él era la antítesis de ella. Era morocho, con una ligera tendencia a engordar y si bien tenía la misma estatura que Susana, parecía más bajo.

Difícilmente alguien creería que aquel hombre con claras ascendencias aborígenes pudiera tener algo que atrajera a Susana. Sin embargo, a pesar de ser en apariencia tan diferentes, se atrajeron inmediatamente. 

El mismo día que se conocieron, ambos tuvieron la certeza, en lo más íntimo de su ser,  de que eran el uno para el otro y que desde ese momento sus vidas ya no tendrían sentido si no estaban juntos.

Sólo por conservar las apariencias se casaron un año más tarde.

Juntos se sentían invencibles. Y aquella mañana, al salir de la casa, se tomaron de la mano y fue como la primera vez que se tocaron, seis años antes en un baile del club de la Colonia Colonquelú.

Subieron al auto y entre risas se dirigieron al polvoriento camino que los llevaría hacia Benito Juárez. José aún conservaba el Chevrolet 1926 que había comprado nuevo 10 años antes. Iban a visitar a unos parientes de Susana, unos primos muy queridos que en realidad la amaban como a una hermana.

A pesar de lo accidentado del camino, los sesenta minutos de viaje pasaron volando. 

Los primos de Susana los recibieron como si hubieran pasado siglos desde la última vez que se vieron. Comieron entre risas, bajo un parral y luego disfrutaron del sol de la tarde.

Tomaron mate y hablaron de todo. Recordaron viejas anécdotas familiares y se pusieron al día sobre los últimos chimentos de parientes y vecinos. 

Aquel día fue casi perfecto y antes de que se dieran cuenta, se hizo de noche.

De pronto el rostro de ella pareció transformarse.

 —Tenemos que irnos— le dijo a José. —Nahuel nos espera.

Si bien los primos trataron de convencerlos para que se quedaran a pasar la noche, ambos se resistieron. Aunque no lo sabían, sentían lo mismo: una necesidad enfermiza de ver a su hijo.

Cuando subieron al auto, la luna llena iluminaba todo el campo. Aunque debían recorrer unos 50 kilómetros por caminos de tierra,  José conocía aquellos parajes a la perfección y confiaba ciegamente en su coche.

En los primeros 30 kilómetros de viaje, a través de un campo iluminado por la luna, nada les hizo sospechar lo que les deparaba el camino. Pero de pronto comenzaron a aparecer nubes y en unos minutos se encontraron rodeados de oscuridad. 

A unos 15 kilómetros del destino, comenzó a llover y pronto la visibilidad era prácticamente nula. 

Los faros del auto sólo alumbraban la cortina de agua. José adivinaba más que veía el camino, que debido a la intensidad de la lluvia, no alcanzaba a absorber el chaparrón.

Los angostos neumáticos del vehículo comenzaron a enterrarse en el barro y José debió reducir la velocidad a paso de hombre para no perder el control.

Fue en ese momento que una idea aterradora cruzó por la mente de José. ¿Y si morimos, qué pasará con Nahuel? José sólo tenía 35 años. 

Toda su vida la había pasado en esa región, conocía los caminos de memoria y podría haber manejado por aquel lugar con los ojos cerrados. Desde allí hasta la chacra donde vivía con Susana y Nahuel, el camino era recto.

Sólo debía mantener el auto por el medio del camino, tratar de no ir a parar a la banquina, donde seguramente quedaría encajado, y luego cruzar el puente que se encontraba a unos 1.000 metros de allí.

Otros cinco kilómetros y llegarían a la casa. Pero por alguna razón tenía miedo.  Miró a Susana, que como toda mujer de campo no temía a las tormentas ni a la oscuridad. Pero aquella noche ella parecía más asustada que él.

—¿Y si nos detenemos y esperamos que pase la tormenta?— gritó José por encima del ruido de la lluvia golpeando el techo de chapa del auto y por sobre los truenos que se escuchaban a lo lejos.

—No, falta muy poco. Llegaremos en menos de media hora— contestó ella. —Nahuelito debe estar muy asustado.

El niño sentía terror los días de tormenta, no soportaba los truenos y le espantaba la oscuridad. Debía dormir con una luz encendida, porque si se despertaba de noche en medio de las tinieblas, parecía enloquecer. Gritaba, lloraba, pataleaba y en algunas ocasiones había quedado en estado catatónico.

Ni Susana ni José sabían qué hacer en aquellas condiciones. Por eso, aquella noche, en medio de la tormenta, sintieron más miedo por su hijo que por ellos mismos.

De pronto José sintió mucho frío. Se encorvó para tratar de ver mejor, pero era poco lo que se divisaba más allá del parabrisas. Debía adivinar lo que los faros del auto alumbraban.

En determinado momento creyó ver junto al camino una mancha blanca. Pensó que era el cartel que indicaba que el puente se encontraba a unos 50 metros.

Avanzó confiado. Esperaba sentir el auto afirmarse sobre el asfalto del puente. Pero seguían avanzando entre tumbos y no llegaban al terraplén.

—¿Dónde estamos?— susurró José.

Entonces vio la baranda del puente a solo unos metros de la trompa del auto. Clavó los frenos para no embestirla, pero el coche patinó y se puso de costado. En un instante en que el tiempo pareció detenerse, José comprendió que chocaría contra la baranda y que la estructura impactaría contra la puerta de su lado. Supo que tal vez el golpe lo mataría, pero no pudo hacer nada. 

Escuchó el estruendo de la puerta al partirse al medio y el estallido del cristal de la ventanilla. Sintió las astillas de vidrio penetrando en su rostro. Un dolor lacerante lo golpeó en el hombro y lo arrojó contra Susana. Entre todos los ruidos, escuchó el alarido de su mujer.

Pese a la confusión y el dolor, José no perdió el sentido de la orientación y notó que el coche volvía a girar y comenzaba a caer. 

Comprendió que si no morían por los golpes, terminarían ahogados en las aguas del arroyo, que en aquel lugar era bastante profundo.

El auto dio unos tumbos cuesta abajo y cayó al arroyo. 

En la oscuridad escuchó los borbotones del agua entrando a la cabina del vehículo y también un sonido extraño, que luego reconoció como la voz de Susana. Era como un estertor. No podía verla, pero sabía que estaba mal herida y que no podía hablar.

Como pudo se movió hacia ella e intentó abrazarla, pero su cuerpo era como una masa sin forma. 

En las tinieblas y a pesar de que las fuerzas lo abandonaban, José buscó la puerta para salir del auto. Comprendía que no tenían posibilidades de salir de allí con vida, pero por otro lado quería sobrevivir, por su hijo. Al menos debía hacer el intento.

De pronto el agua comenzó a iluminarse, como si hubiera pasado la tormenta y otra vez la luna alumbrara el campo con su luz plateada. 

Mientras con todas sus fuerzas José intentaba abrir la puerta del lado del acompañante, vio el lecho del arroyo. No había barro ni piedras, el fondo parecía tapizado de calaveras.

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©  Juan José Flores, 2023. Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra 

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