Me llamo Justo Baigorria. Escribo esto el 20 de agosto de 1849, en un frío calabozo del Fuerte Independencia. Mañana seré fusilado por desertor.
Es una paradoja que yo, que he condenado mi alma asesinando gente en nombre de la Patria, sea ahora sentenciado por traidor.
Pero no crean que siento pena por mi destino. Al contrario, creo que el Estado me hace un favor. Tal vez al ser asesinado de esta forma, al convertirme en víctima, Dios perdone mis pecados y mi alma se salve del tormento eterno.
Seré fusilado por haber desertado hace un mes de las filas de una partida del Ejército que se dirigía al Fuerte Argentino. Pero todo comenzó 20 años atrás, junto al arroyo Colonquelú.
En esa época yo era un milico impertinente del 7° de Caballería. Formaba parte de la tropa que al mando del mayor Marcial Hierro batía a los indios entre Fuerte Argentino y Fuerte Independencia. El invierno del año 1829 fue lluvioso y las lagunas y ríos de la pampa estaban crecidos.
Una noche, después de marchar durante horas, nos detuvimos en un arroyo para que los caballos bebieran, ya que a nuestro comandante le preocupaba más el bienestar de los animales que de sus hombres.
Sedientos y agotados, nos arrojamos de cabeza al arroyo. En la oscuridad no podíamos ver el agua, pero se sentía fresca y bebimos hasta atragantarnos, en silencio, como bestias.
Pasaron unos minutos y todos comenzamos a sentirnos mal. A la luz de la luna era poco lo que se podía ver. Algunos vomitaron y el líquido negro que salía de sus bocas asustó hasta a los milicos más veteranos, que no le temían a nada.
Alguien quiso encender un farol, pero fue inmediatamente reprendido por los jefes, que también estaban enfermos, pero, acostumbrados a dar órdenes aún en las situaciones más extremas, parecían no estar dispuestos a dejarse delatar por la luz. Sabían que había indios cerca.
Hombres y caballos comenzaron a sufrir espasmos. Sin dudas el agua estaba envenenada.
Yo comencé a sentir que algo se movía en mis tripas. Un sudor helado me cubrió de la cabeza a los pies y la ropa se me pegó en la piel.
Esperé un dolor insoportable, pero no sentí nada. Miré a mis compañeros. Si bien todos parecían descompuestos, nadie se quejaba de dolor. Algo muy extraño estaba sucediendo.
Conrado, el milico que estaba a mi lado, me miró y la luz de la luna iluminó por un instante su rostro. Lo que vi debió haberme horrorizado, pero sólo me provocó enojo y un escalofrío en el espinazo, como a los perros cuando se les paran los pelos del lomo.
El blanco de los ojos de Conrado había desaparecido, todo lo visible de sus globos oculares era negro, como si entre los párpados sólo hubiera huecos.
El rostro del joven también había adquirido un aspecto feroz y cuando lo miré me mostró los dientes, como un perro que mezquina un hueso.
Noté que bajo la luz grisácea de la luna, todo aquel grupo de milicos parecía haber cambiado. Había algo bestial en sus figuras encorvadas.
Un gruñido escapó de mi boca, que de pronto parecía llena de arena.
En ese momento escuchamos un galope. Hombres y caballos se inquietaron, pero quien se acercaba era el lenguaraz, un mestizo grandote que parecía más indio que cristiano.
Bajó del caballo a la carrera y le dijo al mayor Hierro que la indiada estaba cerca. Las tolderías se encontraban ubicadas aguas abajo, explicó.
Los milicos estábamos inquietos y no hubiéramos dudado en atacar inmediatamente, pero los oficiales nos contuvieron y nos dieron instrucciones para atacar a la mañana siguiente. Nos íbamos a dividir en dos grupos, uno llegaría a las tolderías por el Sur y el otro cruzaría el río y atacaría por el Norte.
Aquella noche infernal apenas pude dormir, tuve horribles pesadillas en las que soñé con un arroyo lleno de víboras, perros rabiosos y caballos con agujeros que dejaban sus entrañas al descubierto.
Desperté extrañamente fresco, como si hubiera dormido toda la noche.
Apenas empezaba a clarear por el Este cuando la milicada se levantó casi al unísono, sin que los oficiales tuvieran que dar órdenes.
En silencio calamos bayonetas y nos pusimos en marcha. A nadie pareció importarle salir sin siquiera tomar un mate. Una sola mente parecía gobernar al grupo. Cada uno tomó su lugar y en determinado momento el cuerpo se dividió en dos para rodear a los indios.
El cielo comenzaba a ponerse rojo cuando vimos los cueros de las tolderías. En el último trecho cabalgamos como si nos llevara el diablo.
El estruendo del galope despertó a algunos indios, que a los gritos intentaron alertar a sus familias, pero fue demasiado tarde.
Fue una matanza. No hubo tiempo para la batalla. Nos dedicamos a romper, cortar y destripar sin contemplación a hombres, mujeres, niños, viejos… Los que murieron inmediatamente tuvieron suerte, para otros la agonía se extendió durante horas. No quiero ni recordar las cosas que les hicimos. Al final los matamos a todos, ni uno logró huir.
A pesar de mis escasos 20 años, yo había estado en muchas batallas, pero jamás viví un infierno semejante. Y nunca pensé que yo mismo sería un instrumento del demonio en ese caldero que algunos llamaban Colonquelú.
Aún hoy no puedo creer lo que hicimos y pienso que no éramos nosotros. Estoy seguro de que había algo en el agua, algo monstruoso. Algo que nubló de rojo nuestros ojos.
Con el paso del tiempo, muchos de los soldados que estuvieron esa madrugada en Colonquelú, enloquecieron. Muchos se quitaron la vida, porque no soportaban soñar cada noche con aquella matanza. Otros, los más duros, sobrevivieron tratando de olvidar las barbaridades cometidas contra esas zaparrastrosas familias indias.
Han pasado dos décadas desde aquella matanza y aún siento en la boca el sabor terroso de esas aguas. Dicen que después del genocidio los colonos de la zona dejaron de llamar Colonquelú a aquel arroyo y comenzaron decirle Calaveras, por la cantidad de osamentas que quedaron blanqueando en ese riachuelo.
Hace unas semanas, cuando ordenaron al coronel Hierro marchar hacia Bahía Blanca y me incorporaron a la partida, tuve un mal presentimiento.
No veía a Hierro desde la matanza de Colonquelú, cuando aún revistaba como Mayor.
Si me reconoció, no lo demostró. Los primeros días de marcha, todo se desarrolló con normalidad. No vimos ni un indio en la Pampa.
Pero una tarde llegamos al arroyo maldito. Detrás de una lomita la huella comenzaba a bajar hacia el riachuelo. Yo marchaba a unos 30 metros del coronel, junto a la milicada, pero podía ver su espalda erguida y el quepis.
En determinado momento el coronel se detuvo de golpe, sin hacer ni una señal ni dar orden alguna. El capitán levantó la mano ordenando detener la marcha y hubo una nerviosa marea de hombres y caballos que estuvo a punto de embestir al coronel y empujarlo en bajada.
Hubo relinchos, corcoveos y maldiciones, pero finalmente el grupo logró detenerse, mientras todos miraban hacia los cuatro puntos cardinales en busca de algún peligro oculto.
Pero no había nada, sólo el arroyito allá abajo. Confieso que me costó reconocerlo. En el medio de la Pampa todos los arroyos son iguales. Algunos más anchos, otros apenas un hilo de agua, pero en medio de los pajonales todos se parecen.
Tal vez por eso el coronel sólo lo reconoció a último momento, cuando sólo se hallaba a unos 30 metros.
Los que estaban más cerca dijeron que de los labios del hombre sólo escapó una palabra: “Colonquelú”.
Después se dio vuelta lentamente, encorvado sobre el caballo. Nos miró como si de pronto se diera cuenta de que no estaba sólo, como si lo hubiéramos estado acechando y nosotros fuéramos el enemigo.
Era un hombre viejo, pero hasta ese momento no lo habíamos notado. Echó mano a la espada y su rostro se convirtió en una mueca bestial.
Confieso que tuve miedo y tal vez muchos de los otros milicos también, porque instintivamente tiraron de las riendas, para hacer retroceder a sus caballos.
Pero el coronel no nos atacó. De un manotazo torció las riendas y azuzó a su fantástico corcel con las espuelas. El caballo pareció pegar un salto y salió disparado hacia el arroyo.
Pero al meterse al agua el animal asustado se plantó y el coronel salió despedido y cayó de cabeza al arroyo.
En otras circunstancias los milicos no hubieran podido contener la carcajada, pero todo sucedió tan de repente que sólo atinaron a echar manos a las empuñaduras de sus espadas y cuchillos y a mirar otra vez en todas direcciones, para ver si había indios acechando por algún lado.
El primero en reaccionar fue el capitán, pegó el grito al milico más cercano:
—¡Métase al agua, carajo! ¡Ayude al coronel!.
Varios soldados desmontaron apurados y corrieron hacia el arroyo. La correntada comenzaba a arrastrar al coronel, que aterrorizado levantaba los brazos pero no atinaba a nadar, aunque todas sabíamos que era un hábil nadador.
Los milicos más jóvenes y atrevidos se tiraron de cabeza al agua y no tardaron en manotear al viejo y sacarlo a la orilla.
En vista de la situación, el capitán tomó el mando. Ordenó al lenguaraz que con dos soldados avanzara unas leguas para reconocer el lugar. Envió a los milicos más viejos a montar puestos de vigilancia y dispuso al resto de la tropa a prepararse para levantar campamento, aunque decidió esperar hasta recibir el informe de posición del lenguaraz para armar las carpas.
En tanto, el viejo coronel temblaba presa de un ataque repentino de fiebre. Con un milico muy jovencito regresamos por la huella y subimos la loma. Desde allí podíamos ver hacia los cuatro puntos cardinales.
Si bien yo era apenas diez años más joven que el coronel, todavía me mantenía ágil. Me subí al lomo del caballo y parado sobre la montura, como hacen los indios, comencé a otear el horizonte.
El lugar era como la mayor parte de aquella tierra maldita por la que peleábamos desde hacía años: llano cubierto de pajas bravas, cardos y malas hierbas, algún ombú a lo lejos y un cielo enorme que lo aplastaba todo.
No se veían ni polvaredas, ni desbandadas de pájaros, lo que podía alertar sobre la presencia de indios. Como desde allí podía ver todo, indiqué a los otros milicos donde instalar los puestos de vigilancia.
Mientras tanto, junto al arroyo, el milico que cumplía la función de “matasano”, trataba de ayudar al viejo coronel. El diagnóstico: “fiebre cerebral”. Era una forma bondadosa de decir que el hombre había enloquecido o de reconocer que el supuesto médico no tenía idea de lo que ocurría.
Poco después regresó el lenguaraz y estuvo un rato hablando con el capitán. Ambos hombres señalaron hacia distintos puntos del horizonte y parecieron no ponerse de acuerdo.
El capitán se retiró un poco, se quitó el quepis y se rascó la cabeza, pensativo. De pronto levantó la vista y me vio. Estaba a unos cien metros de distancia y comenzó a caminar animadamente hacia mí.
Antes de llegar se puso el quepis y se desprendió un botón de la chaqueta, que parecía incomodarlo.
No se detuvo a saludar:
—Sargento Baigorria, ¿a usted le dicen el Indio?— me gritó cuando estaba a unos diez pasos.
En ese momento los ojos de los cien milicos apostados en el lugar nos miraban.
—Sí, señor— respondí y me cuadré para saludarlo.
El capitán movió una mano para restarle importancia a la ceremonia. Miró al miliquito que estaba junto a mí y le ordenó que se retirara.
Después, mirando al horizonte dijo que el coronel le había contado que yo había peleado hacía años junto a él contra los salvajes.
—Hace un rato el coronel le dijo al médico que las aguas de ese arroyo están malditas y que ‘El Indio’ Baigorria sabía. Me imagino que se refería a usted— afirmó el capitán.
Seguía mirando a lo lejos, como si le incomodara mirarme a los ojos.
Le conté que hacía 20 años masacramos a una veintena de familias indias que habíamos encontrado a orillas de aquel arroyo infame y que después de eso muchos de los milicos que participaron en la matanza perdieron la razón.
—Aquella mañana hicimos cosas que no puedo ni quiero recordar— le confesé al capitán. No podía hablar de eso sin sentir un revoltijo en las tripas y un doloroso nudo en la garganta.
—Creemos que había algo en el agua. Algo que nos trastornó... Dios nos perdone— dije y no pude volver a hablar.
El capitán había escuchado sin quitar los ojos del horizonte y de pronto, como si yo hubiera desaparecido en el aire y estuviera solo, dijo por lo bajo:
—Creo que será mejor que crucemos el arroyo y acampemos en otro lado.
Al final de la tarde llegamos a un lugar que llamaban Cristiano Muerto y allí acampamos.
El nombre de aquel paraje me heló la sangre y tuve otro mal presentimiento. Pero estaba muy cansado y resignado a afrontar cualquier cosa que pudiera suceder después.
Y no tardó en ocurrir. Al coronel lo habían arropado y metido en su tienda de campaña, donde era vigilado por el “matasano” y un milico. Pero a eso de la 9 de la noche, en medio de la oscuridad, el viejo se escapó corriendo por el medio del campo a los gritos.
—¡No dejen que se acerque, no dejen que se acerque!— gritaba. Otra vez un puñado de milicos veinteañeros salieron a la carrera y lograron atrapar al viejo, que esta vez intentó resistirse.
Luego de aquel brote de locura, pareció recuperar la cordura. Le quitaron las espinas de cardos y los abrojos que le laceraron la carne en la carrera por el pajonal, lo arroparon y lo volvieron a acostar.
Antes de la medianoche el capitán vino a buscarme. Dijo que el coronel quería verme. Supe entonces que mi destino estaba echado.
Durante años había intentado olvidar lo ocurrido en Colonquelú. Sólo eso me mantuvo cuerdo tanto tiempo, pero ahora todo estaba a punto de venirse abajo. Tuve la certeza de que terminaría igual que el coronel: enloquecería.
Una luna enorme alumbraba la Pampa y todos sabíamos que no estábamos solos en aquel lugar inhóspito. Los indios o algo peor rondaba el campamento.
Cuando entré a la carpa vi al coronel acostado sobre unos cueros, cubierto con unas mantas. Una lámpara alumbraba el semblante avejentado de aquel hombre que había peleado cientos de batallas.
Ni siquiera me saludó. Me miró como mira un oficial a un milico cualquiera, a pesar de las veces que habíamos empuñado juntos la espada.
Al ver sus ojos me di cuenta de que no estaba recuperado. Tenía los ojos de un loco. En un movimiento que no pude adivinar me aferró de la manga de la chaquetilla y me arrastró hacia él. Debí resistir con todas mis fuerzas para no caerle encima.
—¿Usted la vio?— gritó, al tiempo que su rostro se volvía a convertir en una máscara horrenda.
—¡Yo no vi nada!— repliqué.
—¡Seguro que la vio! Estaba hermosa como esa vez. Jugaba junto al río— dijo el viejo y un recuerdo estalló en algún lugar de mi cerebro. El dolor me golpeó el pecho y algo subió por mi garganta.
—¡Hijo de mil putas!— respondí, tapándome la boca para no vomitar.
—Estaba hermosa y de pronto...— el coronel, con los ojos desorbitados, se tomó la cabeza con ambas manos, como si fuera a reventar.
—De pronto estaba muerta, toda podrida... Le salían…
Lloró como un chico, si es que un monstruo como él alguna vez fue niño. Se calmó de repente y volvió a sorprenderme. De un manotazo me tomó por las solapas y su rostro quedó a escasos centímetros del mío.
—¡Baigorria, hijo de puta, vos la mataste!— me gritó salpicándome con su saliva.
Como pude me desprendí de él y caí sentado en el otro extremo de la carpa. Un dolor insoportable me impidió levantarme y hablar.
Habían pasado 20 años, pero recordé la escena como si la hubiera visto minutos antes. El entonces mayor Hierro y un grupo de milicos peleándose por la pequeña indiecita, tironeándola como si fuera una muñeca. La niña con el ponchito rasgado, la cara machucada por los golpes y las piernas ensangrentadas.
Recordé la carita de la pequeña y su expresión desesperada, pidiendo clemencia. Sentí la misma furia que entonces.
—Sí, yo la maté— grité y el coronel pareció despertar de pronto de un sueño profundo. —¡La maté porque era la única forma de salvarla! ¡Era una niña! ¡Una niña de la misma edad que su hija, coronel!
El viejo pareció comprender lo que había hecho, recién allí, en medio del campo, 20 años después de aquella infernal matanza en el Colonquelú. Se tomó el pecho con una mano huesuda y su boca se abrió para gritar, pero el dolor fue demasiado intenso y algo se quebró en su interior.
Salí de la carpa y corrí sin mirar atrás. Tropecé decenas de veces y seguí corriendo. Pronto perdí la noción del tiempo. No sé si pasé la noche o más de un día caminando.
Cuando recuperé la conciencia, la luz del amanecer comenzaba a teñir el cielo de rojo y estaba otra vez en el arroyo. Estaba agotado, pero el terror que sentí al comprender que estaba junto al Colonquelú me hizo olvidar el dolor de la carne desgarrada por los cardos y las caídas.
Me acerqué al arroyo. Sabía que era inevitable. Debía volver a beber de aquella agua. Me arrodillé dispuesto a tomar hasta reventar, pero entonces, a través del agua turbia vi algo que blanqueaba bajo el barro de la orilla.
Inmediatamente supe qué era aquello. No puedo asegurar que fuera la calavera de la niña, pero al desenterrarla sentí una paz que no había tenido desde hacía años.
Pasé casi todo el día allí y, como pude, desenterré el resto de la osamenta, a pesar de que estaba cubierta por una palma de agua turbia.
Ya era entrada la tarde cuando terminé de sepultar los restos de aquella pequeña criatura bajo un sauce.
Cuando llegó la noche, por primera vez en años, no sentí miedo. A pesar del hambre y las lastimaduras, dormí como un niño bajo las estrellas, sin temer a las alimañas, los indios o los fantasmas.
Al día siguiente caminé a través del campo hacia el Norte, hacia Tandil. No volví al campamento. Después supe que el coronel había muerto. Dijeron que estaba muy enfermo…
A mí me apresaron antes de llegar al Fuerte Independencia. Me crucé con una partida y el oficial a cargo, que me conocía y desde hacía años quería vengarse de mí por una paliza que le había dado frente a toda la milicada, encontró la oportunidad para cobrarse y me acusó de desertor.
No tardé en ser condenado y ahora espero que el pelotón de fusilamiento tenga puntería y esto acabe pronto.
No sé si alguien leerá estos papeles, pero si lo hacen, háganle caso a este pobre milico, que si de algo sabe es de muerte. No se acerquen a ese arroyo, hay algo maligno en sus aguas, algo que trastorna a los hombres y los convierte en bestias. Es un espíritu oscuro y antiguo, que se alimenta del dolor y la muerte...
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© Juan José Flores, 2023. Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra
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