Ilustración capítulo 9 del libro Agua de muerto

 No recordaba cómo llegó hasta la casa, en qué momento venció su indecisión y temor y entró al campo.  

El rostro perturbado de su primo Nahuel Piedra era el primer recuerdo que tenía de esas horas en las que comprendió que todos sus miedos tenían justificación.  

Nunca olvidaría esos ojos, negros como dos pozos sin fondo y tan quietos como los de un muerto. 

―¿Qué hacés acá? 

Las palabras salieron de la boca de Nahuel Piedra como un escupitajo. 

Rodo Felder sintió la garganta reseca y la respuesta se le atoró.  Tosió. Finalmente pudo hablar... 

―Vi que el auto de Juan estaba en la tranquera y… 

―Se fue… 

―¿Y José y Abel? 

―También se fueron. 

―¿Se fueron con Juan? 

―Sí... 

―¿Adónde fueron? 

Nahuel Piedra pareció interesarse en Rodo por un momento, pero fue peor aún, porque sus ojos cobraron vida y dejaron traslucir un odio y un desprecio que estremecieron a Felder. 

―No sé a dónde fueron ni me importa, pero me dejaron a cargo del campo y me ordenaron que no permitiera entrar a nadie a la casa. 

Con cada palabra que Nahuel decía, el tono de su voz subía y al terminar la frase casi gritaba. 

Hasta ese momento Rodo no se había percatado de que Nahuel tenía un arma. 

El rostro de Rodo debió mostrar el horror que sintió, porque su primo intentó por primera vez parecer conciliador. 

―Estoy cazando palomas porque no tengo nada para comer― dijo, como disculpándose. 

Rodo iba a decir algo, pero se detuvo al ver que el rostro de su primo había vuelto a cambiar y que sus ojos otra vez estaban muertos. 

―¿Vás a ir al pueblo?― preguntó de pronto. 

Felder intentó pensar en alguna excusa, pero Nahuel lo interrumpió. 

―¿Podés llevarme? Necesito comprar algunas cosas... 

Rodo no quería llevarlo, pero sin dudas era mejor que quedarse allí. Algo le decía que su vida en aquel lugar no valía nada y que su primo no tenía el arma para cazar palomas. 

Es más, no se veía ninguna paloma por allí, ni viva ni muerta... 

―Bueno, vamos, te llevo... Yo también tengo algo que hacer en el pueblo― dijo Rodo. 

Subir a la camioneta, a pesar de la inquietante compañía de Nahuel, le permitió a Rodo sentirse seguro. 

Su primo había dejado el arma apoyada en el poste del alambrado, a unos 20 metros de la entrada de la casa. 

Mientras ponía la camioneta en marcha y aprovechando que su primo se acomodaba en el asiento, Rodo pudo observar la casa. 

Trató de ver algún indicio de la presencia de sus hermanos, pero no había nada. La puerta estaba cerrada y también los postigones de las ventanas. 

Se trataba de una casa pequeña y humilde, que tenía dos dormitorios, baño y, en un mismo ambiente, comedor y cocina. 

La casa había sido construida unos 30 años antes y se le notaba la falta de mantenimiento. Estaba despintada y las tejas del techo enmohecidas. Los yuyos que crecían alrededor de la vivienda no hacían más que empeorar su aspecto. 

Rodo recordó cómo se veía esa casa cuando la terminaron de construir y sintió una gran pena. 

Pero más pena le dio ver a unos 50 metros de distancia los restos de la vieja casa familiar. Las paredes que quedaban en pie se habían convertido en un gallinero. 

Más lejos, se veían las turbias aguas del arroyo, que estaba desbordado y amenazaba con seguir acercándose a la casa. 

―¿El agua creció mucho en el puesto? 

―Sí, llegó casi hasta la puerta, por eso me vine para acá. Calculo que si sigue creciendo va a tapar la casa― contestó Nahuel. ―¿Y en el campo de Mendoza, hay agua? 

―Sí, pero sólo en los lotes sobre el arroyo. Esas tierras son más altas― respondió Rodo y se dispuso a conversar. 

Pero Nahuel se acomodó en el asiento y tiró la cabeza hacia atrás, como para dormir una siesta. 

Rodo respiró aliviado. Si su primo se dormía no tendría que hablar. Ya no sabía qué decir.  

―No quiero que me lleves al pueblo. 

Rodo se sobresaltó. 

―¿Y adónde te llevo? 

―Al club― contestó Nahuel sin abrir los ojos. 

Se refería a un boliche ubicado a unos 1.000 metros de allí, junto a la ruta. Décadas atrás, cuando aquellos campos formaban una de las prósperas colonias agrícolas del gobierno, aquel boliche era un club que incluso tenía un equipo de fútbol formado por los hijos de los colonos. 

Pero ya no quedaba nada del club, sólo el boliche. En cuanto a la colonia, el padre de Rodo, los Mendoza y otros vecinos habían comprado varios de los latifundios a los colonos. Luego el Instituto de Colonización desapareció. 

El viaje hasta el club fue de apenas unos minutos y aunque Nahuel parecía profundamente dormido, Rodo sabía que en realidad fingía para no tener que hablar.

Lo que quedaba del club era el salón de fiestas. Estaba subdividido para que funcionara en el mismo lugar el bar y un almacén de ramos generales…

A pesar del esfuerzo del cantinero, aquel lugar no dejaba de parecer lo que realmente era, un galpón de paredes descascaradas y sin cielorraso. Muy frío durante el invierno y muy caliente en verano.

Nahuel Piedra se sentía en aquel lugar como en su casa, a pesar de las innumerables discusiones que había tenido con el cantinero.

Ambos se odiaban, pero se necesitaban. El cantinero era el único que le vendía alcohol a Nahuel sin mirarlo raro y a pesar de lo pendenciero, mal hablado y borracho que era. A su vez, Piedra era el mejor cliente de la cantina y dejaba allí gran parte del dinero que le daban sus primos por el trabajo que hacía en el campo.

Nahuel pidió una picada y un vermouth. Rodo se disculpó y dijo que debía seguir camino hacia el pueblo, porque quería comprar algunas cosas en el boliche de su amigo Sepúlveda. Pero su primo no quería dejarlo ir.

—Tomate algo conmigo y después vamos a comer un pollo.

Ir a comer un pollo significaba volver al campo y Rodo no quería regresar allí, aunque también estaba intrigado por sus hermanos. ¿Qué había ocurrido con ellos?

José y Abel rara vez salían del campo y menos con Juan. Además, los rastros indicaban que el auto nunca volvió a la ruta. Un presentimiento horrible se apoderó de Rodo. ¿Y si aquel loco les había hecho algo? Quería volver al campo y ver con sus propios ojos que sus hermanos no estaban allí.

Sólo algún negocio importante o alguna urgencia podía haber obligado a los Felder a dejar todo en manos de su primo.

Pero ante una situación semejante le habrían avisado. Conocía a sus hermanos y sabía que eran incapaces de hacer cualquier cosa sin consultarlo. Para ellos, Rodo era como un padre.

Nahuel insistió con el pollo.  Hasta hacía unos minutos no tenía nada para comer y por eso cazaba palomas, pero de pronto lo invitaba a almorzar.

Pasaron una hora en el club. Nahuel tomó varios vasos de Gancia con hielo y limón. Luego compró unas botellas de vino y le pidió a Rodo que lo llevara de vuelta al campo. Era la 1 de la tarde.

A Rodo le aterrorizaba la idea de volver, pero, por otra parte, lo intrigaba el destino de sus hermanos.

Condujo despacio y al llegar frente al campo su primo se bajó de la camioneta. Rodo pensó que le abriría la tranquera para que entrara con la camioneta, pero no lo hizo. Simplemente caminó hacia la ventanilla del conductor, se acercó y cuando sus rostros estuvieron a unos escasos centímetros, le dijo muy bajo:

—Andate y no regreses. Si te vuelvo a ver por acá, te mato...

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©  Juan José Flores, 2023. Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra

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