La desesperación lleva a los hombres a realizar pequeñas acciones que en otras circunstancias serían incapaces de emprender. Rodo Felder era un hombre muy miedoso y no se avergonzaba de ello. Él mismo lo decía a cualquiera que estuviera interesado en escucharlo.
En circunstancias normales, no hubiera ingresado solo a la casa de su amigo Santiago Mendoza. Pero aquel día Mendoza se había ido al pueblo y Rodo necesitaba los prismáticos que estaban guardados en una pequeña habitación utilizada como oficina.
Desde niño, Rodo sentía una gran aversión hacia el caserón de la familia de Mendoza. Cuando se hizo hombre y fue a trabajar a aquel campo, su amigo le ofreció ocupar una habitación en la enorme casa, pero él se negó.
Apenas se animó a entrar alguna vez a la cocina para tomar unos mates con Santiago y a la desordenada oficina donde Mendoza luchaba noches enteras para mantener en orden los papeles de su propiedad.
A diferencia de la mayoría de las casas de la vieja colonia agrícola, que habían sido construidas en la década de 1940, la casona de los Mendoza era de fines del siglo XIX, luego de que la denominada Conquista del Desierto arrasó la población aborigen y acabó con cualquier posibilidad de ataque indígena.
Rodo recordaba que su padre le había dicho más de una vez que aquella casa estaba demasiado cerca del arroyo y que, como todo lo que se encontraba junto a esas aguas, la vieja edificación estaba maldita.
Todos los miembros de la familia Mendoza, excepto Santiago, parecían haber sufrido las consecuencias de esa maldición. Los que no huyeron de allí, enfermaron o murieron en forma violenta.
Por esa razón, Rodo sentía un rechazo irracional hacia esa casa.
Aquel día, cuando ingresó a buscar los prismáticos, la enorme casona estaba a oscuras y los pasos de Rodo sonaron como martillazos sobre las baldosas. Pensó que en cualquier momento se abriría una puerta y algún extraño habitante le preguntaría qué estaba haciendo allí.
Se sintió como un cordero metiéndose en la boca del lobo, pero siguió adelante. Necesitaba los prismáticos. Todas las ventanas y puertas estaban cerradas, por lo que en el interior de la casa parecía de noche. No había luz eléctrica, así que tuvo que alumbrarse con una linterna.
Al fin, tras caminar por un extenso pasillo, llegó a la pequeña oficina. Allí había una ventana abierta, así que Rodo apagó la linterna y se dirigió al escritorio.
En el primer cajón, junto a un revólver y una caja de balas, se encontraban los prismáticos.
Apurado salió de la casa y se subió al molino que se encontraba en el centro del casco de la estancia.
Desde allí enfocó los prismáticos hacia el campo de sus hermanos y sólo pudo ver el techo de la casa. Nada más.
No se veía ningún movimiento. Ninguno de sus hermanos y menos aún a su primo. Y tampoco…
Rodo se sobresaltó. Al enfocar con los prismáticos hacia la entrada del campo notó con sorpresa que el auto de Juan ya no se encontraba allí. ¿Dónde estaba? Lo había visto en ese lugar hacía media hora.
Sin duda alguien salió a buscar el auto en el lapso que Rodo recorrió los 1.000 metros que separaban la entrada del campo de sus hermanos de la estancia de Mendoza.
Rebuscó el automóvil con los prismáticos y no lo halló. Tal vez Juan salió del campo a pie, se subió al auto y volvió al pueblo.
Rodo miró el reloj en su muñeca. Eran casi las 10 de la mañana. Sin dudas su hermano había regresado al pueblo.
Respiró aliviado y bajó del molino. Definitivamente nada ocurría en el campo de los Felder.
Apurado, caminó hacia la casa, entró y dejó los prismáticos donde los había encontrado.
Luego, con la linterna alumbró el piso para ver si había dejado rastros de tierra o barro. No quería que Mendoza descubriera su excursión a la oficina.
Por un momento dejó de pensar en los demás y sintió pena por él mismo. Hacía casi un día que daba vueltas sin rumbo, preocupado por sus hermanos.
Tal vez estaba enloqueciendo. Pasaba demasiado tiempo solo y fuera de su trabajo no tenía nada en qué ocuparse.
Rodo Felder se reprochó una vez más su timidez extrema y la cobardía que le había impedido formar una familia y hacer algo útil con su vida.
Con una enorme tristeza pesándole en el cuerpo, caminó lentamente hacia la humilde casita en la que vivía, a unos 100 metros del casco de la estancia.
Mendoza siempre le insistía para que ocupara una de las habitaciones de la casona, pero si hubiera superado la aversión a la casa, igual se habría sentido fuera de lugar. Él prefería vivir en el puesto, con sus escasas pertenencias.
Su primera intención fue tirarse sobre la cama y dormir todo el día. No tenía nada que hacer ni a dónde ir. Pero después se avergonzó de su actitud y decidió cocinar algo y almorzar como Dios manda.
Sin embargo, se sentía tan triste que le dolía el pecho y le faltaba el aire.
Avergonzado de su propia debilidad, Rodo salió del puesto sin cerrar la puerta y caminó hacia la camioneta.
Eran las 11 de la mañana cuando puso en marcha el vehículo y aceleró. Instantes después tomó la ruta y se dirigió a toda velocidad hacia el pueblo, a la casa de Juan.
Su intención era pasar a toda velocidad frente al campo de sus hermanos, pero comenzó a reducir la marcha y finalmente se detuvo delante de la tranquera.
Bajó a la carrera del vehículo, había algo que quería ver y que podría devolverle la tranquilidad.
Se paró en el lugar donde había estado detenido el auto de su hermano y miró el piso en busca de rastros. Pero no encontró lo que buscaba.
Las ruedas del auto habían dejado huellas, pero no se retiraban hacia la ruta, ingresaban al campo.
Rodo sintió un escalofrío. Se dirigió a la tranquera y vio que si bien tenía la cadena puesta, no estaba el candado. Estaba abierta, como si lo esperaran...
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© Juan José Flores, 2023. Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra
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