El gordo Sagaste se acomodó en el sillón con el vaso de vino en la mano y decidió esperar a que los cubitos de hielo se derritieran un poco para dar el primer trago.
En tanto, miró a Salerno, que permanecía adormecido en el otro sillón, con la mente en blanco, satisfecho con el almuerzo.
—Creo, mi querido Salerno, que has encontrado el secreto de la felicidad...— dijo el gordo.
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