El gordo Sagaste se acomodó en el sillón con el vaso de vino en la mano y decidió esperar a que los cubitos de hielo se derritieran un poco para dar el primer trago.
En tanto, miró a Salerno, que permanecía adormecido en el otro sillón, con la mente en blanco, satisfecho con el almuerzo.
—Creo, mi querido Salerno, que has encontrado el secreto de la felicidad, que consiste precisamente en no buscarla, sino en disfrutar el momento, cualquiera sea la situación— dijo el gordo.
Su amigo apenas pestañeó.
—La cultura occidental— continuó Sagaste— es tan superficial que no puede percibir las diferencias de grado. Todo es blanco o negro, bueno o malo, sabroso o desabrido, lindo o feo, alto o bajo, flaco o gordo. En una cultura así el color gris parece una excentricidad.
Salerno se acomodó en el sillón y emitió un gruñido parecido a un ronquido.
—Precisamente por eso este país está así. La gente se pregunta si el camino hacia la solución es el izquierdo o el derecho, el que va hacia arriba o hacia abajo, el que se dirige al Norte o al Sur. Parece que a nadie se le ocurre pensar en otra dirección, siempre en los opuestos. Es como si nadie hubiera descubierto que ningún enigma tiene una sola respuesta, sino que las posibles respuestas son infinitas y que la solución puede estar en la más descabellada.
Definitivamente, Salerno dormía.
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