Alarmado, el Gordo Sagaste notó que todos los pantalones (o mejor dicho los únicos tres que tenía), le quedaban grandes, y que debía utilizar el segundo ojal del cinto para no quedar expuesto a las miradas ajenas.
Preocupado, se miró al espejo, inquisitivo, tratando de ver si algo en su rostro denotaba alguna enfermedad incurable, único motivo por el cual él podía estar adelgazando, ya que no había dejado de comer demasiado.
Cuando entró a la cocina, vio la causa de su repentina delgadez parada junto a la heladera. Romina, su nieta, un metro cincuenta, trenzas negras siempre descuidadas y una mirada perturbadora.
La pequeña estaba en uno de sus días de acostumbrado mal humor y el Gordo se preguntó cómo había podido sobrevivir los últimos meses. Él que estaba acostumbrado a la soledad y la vida disipada (en el mejor sentido de la palabra). Ahora se sentía como a los 18 años, cuando ingresó al servicio militar obligatorio.
Pero bajar de peso ya era el colmo, así que tomó valor y se dispuso a cantar unas cuantas verdades (no las cuarenta, pero al menos algunas).
—Romina, a partir de hoy las cosas van a cambiar. Yo soy tu abuelo y como tal, tengo algunos derechos y responsabilidades. Así que ahora el que va a mandar en esta casa, como debió ser siempre, soy yo— dijo el Gordo, con voz tembleque.
—Está bien, vos hacé lo que quieras. Si, total, la que se hace cargo de todo soy yo— dijo con una indescifrable resignación la pequeña.
Y ante esa sorpresiva respuesta, el Gordo sólo pudo agregar:
—Sí, querida...
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