Protestar era el deporte preferido de los miembros del Club de los Renegados de Siempre. Los arrugados señores se reunían cada lunes, en un café, a despotricar contra el mundo.
En realidad, sobrecargados de la mufa de la semana, comenzaban a renegar el domingo, día que sólo parecen disfrutar los fanáticos del fútbol y los vagos a los que no les gusta trabajar.
En fin, el lunes se despachaban con todo. Despotricaban contra el gobierno, en todos sus estamentos, contra los sindicalistas, los guardianes del orden, los jueces, los guionistas de televisión, los relatores de fútbol y los choripaneros que ahuman las ciudades.
Y seguían despotricando contra los automovilistas irresponsables y los que van despacio, contra los hospitales públicos y las clínicas privadas, contra los comerciantes que ocupan las veredas con exhibidores de ropas y bicicleteros, contra los que arrojan papelitos en las calles y los que no los juntan.
Renegaban por los adolescentes de pelos azules y los antiestéticos peluquines de algunos señores, por los perros vagabundos y por los ciclistas en contramano.
Y, despotricando, todos los lunes, a las 21, dejaban el pocillo vacío en la mesa del café y emprendían el regreso a casa, a sufrir a sus esposas y aguantar a sus hijos.
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