Cuando Bernardo leyó El Aleph, de Borges, se preguntó si en Necochea no existiría una de esas maravillosas distorsiones en las que confluyen el tiempo y el espacio, y en las que se pueden ver a la vez todos los lugares del mundo, a todos los hombres y sucesos, tanto del pasado como del presente y el futuro.
Obsesionado por el cuento, Bernardo comenzó a devorar bibliotecas en busca de pruebas científicas que revelaran la posible existencia de estas distorsiones espacio-temporales.
Estudió astronomía y las investigaciones sobre los agujeros negros, también leyó libros de matemática y física, especialmente las teorías del tiempo. Tuvo un ataque de risa histérica que le duró varios días al comprender que según como se aplique la teoría de Einstein es posible recordar tanto el pasado como el futuro.
Pero fue en el estudio de la metafísica, en la religión, en la filosofía, donde Bernardo encontró mayores pruebas sobre la existencia de su Aleph.
Pasaron los años y un día, cuando su pelo ya estaba cubierto de canas y sus ojos se habían desgastado sobre las páginas de innumerables libros, leyó que el hombre y todo el universo son uno solo, y que así como a partir de una gota de sangre se puede reproducir a un ser humano, también a partir del hombre es posible reproducir el universo.
Ese día Bernardo comprendió que él mismo era el Aleph que tanto había buscado.
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